SÓLO LO QUE LE GUSTA.

 

Sin tomar conciencia acerca de las indudables nefastas consecuencias y sin siquiera intuirlas, muchos padres cometen la equivocación de no únicamente permitir sino también de alimentar el hecho de que el hijo, desde muy pequeño, haga sólo aquello que quiere, obviamente, porque le gusta, convirtiéndose en servidores atentísimos a satisfacer de inmediato hasta el más mínimo deseo que surja en él. Escudados en expresiones tales como:”pobrecito, ¿cómo no darle el gusto? Ya va a tener tiempo de frustrarse...”, no hacen más que herir, severamente y sin percatarse, la formación del hijo, obsequiándole insospechadamente un pasaporte al malestar y a la infelicidad que implican una existencia sin límites.

El niño que se habitúa a obtener TODO lo que quiere y a hacer SÓLO lo que le gusta conduce su vida rigiéndose exclusivamente por el principio del placer, generando en sí serias dificultades de adaptación a la realidad por carecer de oportunidades tempranas para el aprendizaje de la aceptación y el manejo de las frustraciones, gracias a la falsa creencia que tienen los padres respecto a que evitándoselas de pequeño, no sufrirá al tener que vivenciarlas “de grande”. Permitir que el niño haga todo lo que se le ocurra es la mejor fórmula para convertirlo en un tirano que, tarde o temprano, manejará a sus propios padres e intentará iguales resultados en las otras personas, con la diferencia de que quienes no lo hayan “acostumbrado” a esa forma de ser y de comportarse, no se “amoldarán” a ella.

Los padres que satisfacen inmediatamente todos los deseos del hijo (muchas veces a costa de postergarse ellos mismos), frecuentemente pretenden evitar berrinches, molestias, incomodidades y “malos momentos” más que hacerlo sentir bien, sin reparar en la realidad de que si este comportamiento se estructura como costumbre, el daño en el niño será profundo porque le muestran y hacen experimentar que en la vida TODO puede conseguirse y obtenerse (hasta de modo instantáneo),y que ni siquiera es menester esforzarse  ni empeñarse constructivamente en alcanzarlo, porque basta incomodar o hastiar al otro con cerrazones, llantos, amenazas o escándalos, para lograrlo.

El niño, en realidad, no necesita “materialmente” todo lo que pide. En general, su insistencia y perseverancia en conseguirlo son una evidente e indudable puesta a prueba respecto a comprobar hasta dónde sus padres son capaces de decirle “sí”, así como también indicios de probables carencias afectivas no saciadas emocionalmente de un modo adecuado.

Poner límites no solamente significa decir “no” o prohibir categóricamente, sino dar al niño pautas y reglas explícitas como para organizarle la vida y socializarlo cada vez más, a medida que crece, preparándolo para compartir en convivencia, con la enseñanza, mediante el ejemplo, de que no sólo importan y valen sus deseos y necesidades, sino también los de los otros. Para poner un límite (“hasta aquí sí y a partir de aquí no”, “esto sí y esto no”, “en estas circunstancias sí y en estas no”, “en este sitio sí y en este no”, etc.) ambos padres tienen que estar seguros de sí mismos, seguros de qué es lo que pretenden del hijo, en base al tipo de persona que desean llegue a ser, y seguros de estar obrando en consecuencia.

El niño que crece sin límites ancla sus actitudes y comportamientos en la terquedad, el capricho, la manipulación y el condicionamiento de toda acción o respuesta a la promesa previa de la obtención de determinado premio o recompensa, condenando su propia vida a una negociación permanente, en la que importa más transar y canjear que crecer en el aprendizaje de la reflexión, comprendiendo que la libertad personal acaba donde comienza la del otro.

Es absolutamente erróneo creer que el niño es feliz cuando obtiene y hace todo lo que quiere. Verse todopoderoso, “por encima” de los padres y “gobernándolos”, le produce la confusión y el desasosiego que lo llevan a sentirse no cuidado, no protegido y no contenido. Muy por el contrario, cuando los padres le ponen un límite claro y preciso, seguros de hacerlo, el niño percibe esa seguridad y es eso mismo lo que lo conduce a aceptarlo con tranquilidad, seguro también de que la estabilidad en la decisión de los padres no le facilitará “manejarlos” o lograr “comerciarla”.

Hay que educar al niño en la certeza de decisiones propias, en la autonomía de pensamiento, palabra y acción, y en la aceptación y respeto del otro, para hacerle factible una buena adaptación al medio, preparándolo hacia una vida plena, de las puertas de su casa...para afuera.

Psp.Ma.Alejandra Canavesio.

 

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