ORGULLOSOS
DE ÉL.
Gastón
es un niño de rostro bonito. Tiene 8 años y no hace alborotos para
ir a la escuela; es espontáneamente colaborador en muchas de las
tareas que se realizan en su casa y juega bien al fútbol; en
ocasiones y ante la concientización de la posibilidad de obtener
malas calificaciones, destina bajo protesta atención y tiempo a las
tareas escolares; cuando alguien le habla, como llamado de atención,
mira permanentemente de reojo y, cuando se lo reprende por algo, se
tapa las orejas con las manos y canturrea jugueteando con la lengua
fuera de la boca; eructa delante de los otros y festeja por hacerlo;
se hurga la nariz con un dedo, hace bolitas y las dispara
disimuladamente con el pulgar y el índice; se vale de la oposición
y el desafío prácticamente ante cada oportunidad en que se le
propone algo que no partió de su interés; hiperexagera sus
reacciones, teatralizándolas, cuando el otro hace o dice algo que
él no quiere ver o escuchar; prorrumpe en escándalos si pierde en
el juego; no reconoce sus errores y, ante sus equivocaciones, las
niega como propias e inculpa a otro, burlándose; y estalla en
llanto ante la no consecución de lo que pretende, agrediendo
verbalmente a quien esté con él, responsabilizándolo de lo que
sucede...
Lo
más grave de esta historia es que los padres de este niño, con una
enorme sonrisa en los labios, declaran abiertamente estar orgullosos
de él. Y la pregunta es obvia: si Gastón, así como es, es el
orgullo de sus padres, ¿por qué y para qué, entonces, dedicarse a
sus tareas, mirar de frente, escuchar con atención y respeto, no
burlar, no festejar sus eructos, usar un pañuelo, saber esperar,
aceptar perder, ser humilde, reconocer sus errores y hacerse cargo
de lo propio, sin agredir al otro?...
Son
precisamente los padres quienes deben enseñar al hijo la diferencia
entre las actitudes y conductas que merecen ser calificadas como
“buenas” y las que merecen la calificación de “malas”;
entre lo que está “bien” y lo que está “mal”; entre lo que
tiene bondad y es útil y lo que carece de ella y resulta nocivo. Y
la utilización de tales calificativos tiene que conectarse directa
y exclusivamente con cada acción que el hijo
realiza, sin generalizar. Así como el niño no es un “genio matemático”
por resolver correctamente cuatro situaciones problemáticas,
tampoco es un “vago” por no haber tenido ganas de ir a inglés
durante una semana. No se trata de maximizar las cosas, aunque
tampoco de minimizarlas; se trata de buscar la medida justa y dar a
cada cosa su lugar.
Estar
orgullosos significa tener orgullo, y éste conecta fácilmente con
la arrogancia, la vanidad, el engreimiento y el exceso de amor
propio que, obviamente, no son “buenos” ni siquiera cuando la
persona en cuestión tiene cualidades positivamente destacables.
Referirse
al hijo en términos de soberbia y altanería nada tiene de positivo
para él ni para los propios padres. Alardear y ensalzarlo por sus
conductas negativas es simplemente trágico para la construcción de
su autoestima y el desarrollo de su personalidad. Porque lo conecta
con una imagen errada en cuanto a lo que DEBE SER; porque no lo
encamina al aprendizaje del reconocimiento y aceptación del error a
favor de la superación y el crecimiento. A nadie puede hacerle bien
estimarse por “ser malo”.
El
niño ES en relación a lo que HACE, HACE en base a lo que ES y a la
primera imagen que tiene de sí mismo se la dan fundamentalmente los
padres, a través del reconocimiento y distinción que hagan de lo
meritorio en él, así como también del señalamiento de lo
negativo como tal, para su aceptación, y en procura del
mejoramiento.
El
hijo será la clase de persona que los padres hagan de él,
HACIENDO, y no sólo en base a lo que deseen que sea. Por lo
tanto, es fundamental que conozcan al niño, sepan distinguir
sus virtudes de sus defectos, trabajen por nutrir las primeras y
eliminar los segundos, enseñándole desde pequeño que lo que
pretenden de él es que sea una buena persona y, por buena, feliz.
Para
una correcta imagen de sí mismo, que lo conduzca al desarrollo y
autorrealización dentro de un marco ético y moral, el niño tiene
que habituarse a la vivencia de que APLAUDIR se aplaude sólo
aquello que es digno de aplauso.
Psp.Ma.Alejandra
Canavesio.
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