“A
LA SOMBRA DE MI HERMANO”.
A
través del contacto con sus hermanos, el niño aprende a conocer y
experimentar las incomodidades y molestias de la convivencia, los
mayores o menores renunciamientos en los que muchas veces debe
derivar su conducta, las pequeñas o grandes injusticias de la vida
y la inquietante rivalidad que surge a partir de ciertas
equivocaciones en que incurren los padres, cuando compararan a sus
hijos entre sí y se preocupan y ocupan en estimularlos a seguir
“el mismo camino”.
Generalmente,
las dificultades en el niño surgen cuando los padres, absolutamente
convencidos de estar haciendo lo correcto, intentan repartir
proporcionalmente entre los hijos “partes” iguales de afecto,
dedicación, permisos, cosas materiales, etc., esforzándose en ser
equitativos, sin tener en cuenta que en un ambiente de equidad, el
niño acaba creyendo que, para valer, tiene que ser igual al otro,
perdiendo así su propia individualidad.
No
hubo, hay ni habrá dos personalidades idénticas; ni siquiera entre
hermanos. Cada niño es diferente del otro porque tiene su propia
forma de pensar, de sentir, de interpretar, de analizar, de razonar,
de comportarse y de juzgar; tiene su especial “manera de ser”,
sus particulares capacidades, habilidades, necesidades y deseos; su
personal potencial innato a desarrollar en pro de su autorrealización
intelectual, emocional, creativa y social.
Sobrevalorar
las actitudes, conductas y destrezas destacables de un hijo, en
desmedro de las del otro, puede tornarse absolutamente perjudicial
para ambos niños. Maximizar lo sobresaliente de un hijo,
minimizando al otro por “no ser igual”, es un comportamiento
destructivo tanto para uno como para el otro. El niño debe sentirse
bien
por lo que consigue u obtiene como resultado de su dedicación
y empeño, pero no “sobreestimarse” en detrimento de la
“subestimación” de su hermano. No es positivo remarcar
permanentemente los aspectos más valorados de un hijo, con la
ilusoria intención de elevar su autoestima, si eso implica
“desmerecer” y “desatender” al otro.
Cuando
los padres califican a sus hijos por sus talentos y
conductas (“sos el deportista de la familia”, “¿quién
puede ser más bueno?”, “nadie escribe tan bien como vos”...),
lejos de estimularlos, los condicionan y bloquean en el desarrollo
de otra áreas, además de quitar al hermano la posibilidad de
destacarse en lo mismo. Sustituir esas expresiones por otras tales
como: “jugaste muy bien el partido de hoy”, “tuviste una
actitud muy linda con lo que hiciste” o “¡qué cuento
interesante escribiste!”...permite al “protagonista” del hecho
disfrutar de su propio logro y del reconocimiento de los padres, y
no paraliza ni imposibilita al hermano la consecución de resultados
y opiniones similares.
Cada
niño necesita ser el “favorito” de los padres; precisa sentir
que se lo ama y atiende de una manera especial, respondiendo a la
consideración y respeto por lo que es ÉL, con la dedicación
imprescindible para el logro de su propia identidad.
Sea
cual sea el orden de nacimiento respecto a sus hermanos, cada niño
tendrá una experiencia de vida diferente, acorde a sus personalísimas
potencialidades. Debido a esto
es que resulta menester que los padres conozcan a cada uno de
sus hijos y que ese conocimiento les haga posible interiorizarse y
conectarse con sus diferencias individuales, favoreciéndoles el
desarrollo pleno que responda a las
singularidades de cada uno.
El
mismo trato para todos los hijos no es correcto ni justo, ya que
cada niño merece una atención especialmente esmerada en reconocer
y aceptar las diferencias de cada uno (ni mejor ni peor que el otro,
sino diferente) con el objeto de comunicarse particularmente con
cada uno en la oferta y la demanda afectivo-emocional que hacen a SU
formación personal.
No
hay que exigir directa ni indirectamente al niño más de lo que
puede dar. Los resultados que obtenga en lo que haga dependerán de
SU capacidad y esfuerzo y no de los del hermano, así como tampoco
de las exigencias y expectativas de los padres. Al demandar y
reclamar más allá de las posibilidades reales del niño, los
padres lo privan de su propia autorrealización, con grandes riesgos
de convertirlo en un
ser depresivo o extremadamente ansioso y, cuanto mayor sea el
potencial no utilizado, mayor será la aversión del niño hacia sí
mismo.
Resultaría
profundamente valioso a todo padre, en el trato cotidiano con sus
hijos, recordar y reflexionar las palabras que Hodding Carter expresó
alguna vez: “Hay dos cosas duraderas que podemos aspirar a
dejarles a nuestros hijos: la primera es raíces, y la
otra,...alas”.
Psp.Ma.Alejandra
Canavesio.
|