A ESO LO SABE.

 

Aquellos padres se percibían demasiado tranquilos después de afirmar terminantemente que su hijo sabía distinguir “lo que estaba bien de lo que estaba mal”, argumentando habérselo enseñado ellos mismos. La seguridad con que sostenían lo que pensaban brotó ante mí como un rasgo preocupante, ya que mientras el quid de la cuestión se silenciaba en lo que creían los papás, se enarbolaba en lo que “saltaba a la vista” como manifestación real en el comportamiento del niño que, sin lugar a dudas, no había aprendido la diferencia entre una buena y una mala acción, muy a pesar de que se la hayan enseñado.

Tal y como existe una clara desigualdad entre lo que implica informar y formar, la hay también entre enseñar y educar: “informar” y “enseñar” encierran el hecho de dar noticia e instruir, y “formar” y “educar” implican el proceso de dar forma, cultivar y perfeccionar.

Restringirse a transmitir información a los hijos, hasta cierto punto por “cumplir “ con una de las funciones primordiales de los padres, puede enmascarar con autoconvencimiento erróneo el hecho de que el niño haya aprendido lo que se ha pretendido, sin confirmarlo y reafirmarlo en acciones concretas, no satisfaciendo entonces la verdadera misión de formarlo. Generalmente, cuando los padres dicen algo al hijo, justamente, se lo dicen...y ahí acaba la cuestión. A lo sumo, descuelgan la pregunta: “¿entendiste?”, como para que el niño responda: “sí” o “no”. Y listo. Fin de la historia.

La formación y educación de un niño demandan como requisito básico la comunicación; una comunicación que albergue un ida y vuelta entre el emisor y el receptor del mensaje. Cada vez que el padre enseña algo al hijo debe cerciorarse de que éste lo haya entendido, para evitar la suposición de que el niño, ahora, ya sabe aquello que acaba de enseñarle, simplemente, por habérselo dicho. No sólo hay que preguntarle si entendió sino asegurarse de que así sea, comprobándolo inmediatamente luego de decírselo. En demasiadas ocasiones, la “comunicación” entre padres e hijos se enyesa en la mecanización y automatización de palabras y acciones, intoxicándose en la confusión del diálogo con el monólogo dual.

En el trato con un niño no caben los supuestos ni los implícitos. Su educación, originada desde la cuna, tiene que construirse sobre conceptos claros a manejarse en un proceso compartido entre el que educa y el que aprende, considerando la irrefutable realidad de que los que educan no son solamente los padres ni los que aprenden solamente los hijos. El aprendizaje es mutuo y simultáneo. ¿De quién aprenden los padres, sino del hijo, por ejemplo, cómo comportarse específicamente respecto a él?...

Que los padres quieran que el hijo sea de determinada manera no es condición “per se” de que así resulte. Para lograrlo hay que trabajar con dedicación y constancia. Con amor.

Ningún aprendizaje se produce por obligación, por ósmosis o por inercia. Tampoco desde la impersonalidad, el desinterés y el descompromiso. Si bien el niño registra todo lo que sus sentidos le permiten percibir, para su desarrollo y crecimiento personal no es lo mismo una conducta simplemente imitada que una reflexionada. Para crear seres pensantes, primero hay que pensar y luego brindar los medios como para que el otro lo logre. No hay otro camino.

Al momento en que un padre afirma, respecto a su hijo, “a eso lo sabe”, no debe confundir “se lo enseñé” con “lo aprendió”. Para asegurarlo, tiene que estar seguro; para estar seguro, tiene que tener pruebas reales; y para tener pruebas reales, deben suceder hechos concretos.

En la empresa que implica conocer al propio hijo, es importante que cada pareja de padres comience por conectarse con la realidad de que el hijo que tengan no será el que deseen tener, sino el que ellos mismos hagan.

Psp.Ma.Alejandra Canavesio.

 

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